Una de las peculiaridades más íntimas de los antiguos griegos era su espíritu agonístico. La voz griega “agón” [1] se aplica a toda lucha o competición que enfrenta a dos adversarios, bien en forma de debate en las asambleas públicas, bien en forma de desafíos de fuerza o de destreza entre camaradas o bien en forma de rivalidad dirimida en el campo de batalla, pero sobre todo, en forma de concursos de todo tipo que acompañaban a las grandes fiestas nacionales o religiosas. Aquella “areté” a la que aludíamos al principio era para un griego tanto la virtud como el éxito, de tal manera que para él, el espíritu agonístico, el espíritu competitivo, formaba parte consustancial de su naturaleza. A Aquiles, el gran héroe de la Ilíada homérica, se asocia la máxima “descollar siempre y sobresalir sobre los demás”, como muestra fehaciente de ese afán competitivo tan arraigado entre los antiguos griegos, pero, ¿sólo en los antiguos griegos?, ¿qué decir de los actuales?, ¿no sería posible explicar en virtud de este espíritu agonístico la enorme pasión con que los espectadores griegos actuales acuden a los eventos deportivos y que, en cierta medida, los caracteriza? Personalmente creo que sí. No creo que esa, en ocasiones irracional pasión desatada, sea atribuible a un grado inferior en el desarrollo cultural de la sociedad griega actual, sino a una impronta histórica que permanece, a un espíritu agonístico al parecer inmarcesible. En este mismo sentido, recuerdo de mis visitas a Atenas, a aquellos grupos de atenienses, reunidos en círculos, discutiendo apasionadamente sobre aspectos de los más variados en cualquier rincón de las plazas de Omonia o Sintagma, escenificando los rescoldos del agonismo, un agonismo esta vez mostrado, no ya en el deporte, sino en la dialéctica.
En virtud de este agonismo, tenían lugar en la antigua Grecia un gran número de competiciones deportivas, de tal forma que resultaba excepcional la ciudad que no las celebraba. Sin embargo, no todas ellas gozaban de la misma popularidad ni del mismo prestigio sino que, en función de su transcendencia en la sociedad griega, los juegos podían dividirse en:
· Juegos panhelénicos: En los que podían participar todos los griegos libres. Pertenecían a esta categoría los Juegos Olímpicos, los Juegos Píticos, los Juegos Ístmicos y los Juegos Nemeos.
· Juegos federales: En los que competían los ciudadanos que formaban parte de una confederación de ciudades y entre los que destacaban los juegos de Delos, dedicados asimismo a Apolo, y los juegos de Éfeso, consagrados a su hermana gemela Ártemis.
En virtud de este agonismo, tenían lugar en la antigua Grecia un gran número de competiciones deportivas, de tal forma que resultaba excepcional la ciudad que no las celebraba. Sin embargo, no todas ellas gozaban de la misma popularidad ni del mismo prestigio sino que, en función de su transcendencia en la sociedad griega, los juegos podían dividirse en:
· Juegos panhelénicos: En los que podían participar todos los griegos libres. Pertenecían a esta categoría los Juegos Olímpicos, los Juegos Píticos, los Juegos Ístmicos y los Juegos Nemeos.
· Juegos federales: En los que competían los ciudadanos que formaban parte de una confederación de ciudades y entre los que destacaban los juegos de Delos, dedicados asimismo a Apolo, y los juegos de Éfeso, consagrados a su hermana gemela Ártemis.
· Juegos locales: En los que los participantes eran los habitantes de la ciudad organizadora. Entre ellos, las Panateneas de Atenas, las Heraias de Argos o las Carneias de Esparta.
De entre todos los juegos deportivos que se desarrollaron en Grecia, los más prestigiosos eran los Juegos Olímpicos, inaugurados en el 776 a.C. en honor del héroe por antonomasia de la mitología griega: Heracles. Su celebración, de carácter cuatrienal, se prolongó hasta el 393 d.C., año en el que el emperador Teodosio prohibió todas las fiestas paganas. A ellos seguían en importancia los Juegos Píticos, celebrados en Delfos en recuerdo de la muerte de Pitón bajo las flechas de Apolo. Las Pitiadas, también celebradas de forma cuatrienal, se iniciaron en el 582 a.C. y se interrumpieron asimismo con motivo del edicto de Teodosio. Los Juegos Ístmicos estaban vinculados al culto de Posidón y se celebraban en el Istmo de Corinto con carácter bienal desde el año 582 a.C. Por último, los Juegos Nemeos se iniciaron en el 573 a.C. en recuerdo de la victoria mítica obtenida por Heracles sobre el león de Nemea, protagonista de uno de los doce trabajos del héroe.
La celebración de los grandes juegos deportivos impregnaba totalmente la vida de las ciudades griegas constituyendo, ante todo, una parte fundamental de sus fiestas religiosas y no tan sólo una mera manifestación atlética. En efecto, los juegos constituían una forma más de honrar a los dioses pues a éstos habían de agradarles tanto las manifestaciones del espíritu como las manifestaciones de la belleza y de la fuerza. De esta manera, los juegos públicos constituyen un elemento más del culto y, como tal elemento, estaban abiertos a todos los fieles.
Esta trascendencia de los juegos deportivos en la sociedad griega era tal que durante ellos la vida pública quedaba paralizada, suspendiéndose toda actividad oficial y ello, hasta tal punto, que, por ejemplo, en Esparta, no se iniciaba una campaña militar hasta que no hubieran terminado las Carneias. Aún más, antes del comienzo de los juegos panhelénicos se decretaba una “tregua sagrada” que duraba tres meses y durante la cual todo acto bélico entre ciudades quedaba prohibido, lo cual tenía por objetivo el que tanto atletas como las delegaciones enviadas a los juegos por las distintas ciudades participantes pudieran acudir y regresar de los mismos sin contratiempos. El inicio de la tregua sagrada, así como la fecha de inicio de los juegos, era dado a conocer a todas las ciudades del mundo griego por medio de heraldos especiales denominados “spondophoroi”, esto es, “portadores de la tregua”, que partían de la ciudad organizadora en todas las direcciones. Concretamente, en Delfos, los spondophoroi partían de la ciudad durante el mes de bicios (entre febrero y marzo actuales), mientras que los Juegos Píticos no se celebraban hasta el mes de bucatios (agosto-septiembre).
Dada la enorme trascendencia que los juegos deportivos tenían en la antigua sociedad griega, lógicamente, el mejor estandarte que podía lucir una ciudad era el papel que en ellos desempeñaban sus atletas o aquellos que sufragaban los gastos que ocasionaban las pruebas más costosas como las de carros o de caballos. La victoria en los juegos no constituía solamente una gloria personal para el atleta vencedor sino que era considerada como una victoria colectiva extensible a toda la ciudad en cuyo nombre había participado. Por su parte, los participantes en las distintas pruebas solían pertenecer a las clases más poderosas, que eran en realidad las que podían correr con los costosos gastos del entrenamiento, el mantenimiento de las cuadras y de los carros, etc. Prueba de ello son los destinatarios de las odas laudatorias recogidas en los Epinicios de Píndaro: Con frecuencia poderosos señores de las cortes de Sicilia y de la Magna Grecia o jóvenes pertenecientes a las familias más acaudaladas de las distintas ciudades griegas, los cuales consideraban social y políticamente rentable la inversión que suponía participar y triunfar en los grandes juegos, bien como participantes activos, bien sufragando los gastos que ellos comportaban.
Las recompensas con que se premiaban a los vencedores en los juegos eran de lo más variado: Dinero, objetos fabricados con materiales preciosos, animales, aceite, etc. Sin embargo, en los juegos más prestigiosos, los premios materiales eran muy sencillos, generalmente coronas: De olivo en Olimpia, de laurel en Delfos, de apio fresco en Nemea y de apio seco en el Istmo, cada una de ellas elegida en estrecha relación con los respectivos cultos a los que estaban consagrados los respectivos juegos. Así, la razón por la cual la corona de los Juegos Píticos era de laurel, se basa en el pasaje mitológico de la metamorfosis de Dafne narrada por Ovidio en “La Metamorfosis” y por Higinio en sus “Fábulas”: Habiéndose burlado Apolo de Eros por llevar arco y flechas siendo todavía un niño, Eros se vengó de él disparándole una flecha que le hizo enamorarse de Dafne, hija del río Peneo de Tesalia, mientras que a ésta le dispara otra que le hace odiar el amor. Apolo persiguió a Dafne y, cuando iba a darle alcance, ésta se transformó en laurel, tras lo que Apolo se consueló haciendo que en lo sucesivo el laurel sea su árbol y que sean de laurel las coronas de los vencedores en los Juegos Píticos. Sin embargo, existen otras interpretaciones que justifican que fueran de laurel las coronas con que se premiaba a los vencedores en Delfos.
Aunque no ya dentro de los grandes juegos panhelénicos, en los juegos de Apolo celebrados en la isla de Delos el premio consistía en una palma, de donde deriva nuestro concepto de “palmarés”. Así, decimos que una persona presenta un buen palmarés cuando se ha hecho acreedora de un cierto prestigio o fama en función de los éxitos obtenidos a los largo de su actividad, de la misma forma que un atleta se hacía acreedor de la fama o el prestigio en función de las palmas obtenidas a lo largo de su vida deportiva.
Sin embargo, más que los premios, lo verdaderamente importante era el prestigio social que conllevaba la victoria en cualquiera de los grandes juegos, especialmente el título de “periodonike” (“vencedor de un período”), esto es, el haber obtenido la victoria en los cuatro grandes juegos panhelénicos dentro de un solo período olímpico establecido entre dos Olimpiadas consecutivas.
El atleta más famoso de la antigüedad fue Milón de Crotona, en la Magna Grecia, seis veces vencedor en los Juegos Olímpicos y Píticos, diez en los Ístmicos y nueve en los Nemeos, estando en activo, pues, como mínimo, veintiséis años. En su ciudad lo tuvieron en tal estima que capitaneó las tropas que vencieron a la vecina Síbaris [2] tocado con una corona de laurel, ataviado con una piel de león y armado con una maza, a semejanza de un segundo Heracles. De Milón se decía que comía cada día diez kilos de carne, la misma cantidad de pan y que bebía dieciocho jarras de vino. Leamos acerca de él este epigrama:
"Una vez Milón se ofreció como único participante para el combate de lucha de la competición sagrada; acto seguido el árbitro le llamó para que fuese a recibir la corona. Se adelantó y resbaló, cayendo de espaldas. “No le des la corona”, gritó la gente, “que se cae solo”. Pero Milón se levantó de un brinco y dijo en medio del tumulto: “Pero no tres veces [3] sino una sola me he caído. Venga otro que se presente a tumbarme dos veces más”
[1] Nuestra palabra “agonía”, derivada de ella, habla de la lucha o competición entablada con la muerte.
[2] Origen de nuestro vocablo “sibarita”.
[3] La competición de lucha era ganada por aquel que lograba poner tres veces de espalda contra el suelo a su adversario.
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