jueves, 1 de febrero de 2007

EFIRA

El oráculo de Éfira, en donde los griegos situaban las puertas del Hades [1], era un lugar siniestro en la que la revelación del futuro era llevada a cabo por los muertos.

Ya Homero, en los albores de la civilización griega, narra como el astuto Odiseo recibe de la maga Circe el consejo de bajar al Hades para consultar al ciego adivino Tiresias sobre el fin de sus años de odisea y el modo de regresar sano y salvo a Ítaca. Según Homero “la oscura morada del Hades está situada en los bosques consagrados a Perséfone, donde crecen elevados álamos y estériles sauces, y donde el Piriflegetón y el Cocito, arroyo tributario de la Estige, llevan sus aguas al Aqueronte”. La descripción topográfica de Homero corresponde exactamente con la realidad. Aún hoy el Piriflegetón desemboca en el Cocito y, allí donde éste se vierte en el Aqueronte, se encuentran los restos de Éfira. Incluso los bosques de álamos y sauces crecen aquí, tal como Homero lo describiera hace más de 2.500 años.

A modo de curiosidad o de siniestra paradoja, la denominada puerta del Hades (el mundo de ultratumba), descubierta por el profesor Sotiris Dakaris en 1958, estaba situada ¡¡en el cementerio!! del pueblo actual, de nombre Mesopotamon. En efecto, pareciera que el lugar estuviera dedicado durante toda la Historia al mundo de las tinieblas.

Una vez excavado, el oráculo de Éfira tenía un aspecto confuso: largos pasillos, en cuyas paredes se abrían estrechas puertas que daban a habitaciones minúsculas; corredores que cambian de dirección de improviso; pasadizos laberínticos, etc.

El procedimiento oracular era el siguiente: A la entrada del oráculo, el consultante dejaba los sacrificios que ofrecía al dios y pronunciaba la pregunta que quería plantear a un difunto, ya que, como hemos anunciado, en el oráculo de Éfira las respuestas eran dadas por el alma de un muerto, no por un dios. Una vez en el interior del oráculo, subterráneo, el consultante debía permanecer allí durante veintinueve días, confiándose ciegamente a un sacerdote y sin conocer lo que le esperaba, ya que revelar una sola palabra sobre lo que en Éfira ocurría significaba pronunciar la propia sentencia de muerte.

Una alimentación premeditadamente deficiente, la larga permanencia en total oscuridad, el intrincado sistema de pasillos laberínticos por el que se hacía discurrir una y otra vez al consultante, todo ello, hacía que éste perdiera toda noción del tiempo y del espacio y que difícilmente pudiera llegar a distinguir entre el sueño y la realidad. Los sacerdotes habían dicho al consultante que, una vez hubiera atravesado el umbral del laberinto, encontraría bajo sus pies la hirviente morada del dios de los muertos, Hades, y Perséfone, su esposa. Entonces se encontraría en el reino de las sombras.

Una vez allí, el sacerdote mandaba verter por un orificio practicado en el suelo la sangre de los animales sacrificados que llevaba consigo en una jarra. Las almas de los muertos debían beber esa sangre para recobrar la conciencia y revelar así el futuro a quien les consultara. En las excavaciones efectuadas por Damaris se encontró, debajo de ese orificio practicado en el suelo, una estancia abovedada, sin otra abertura que el propio agujero en el techo, que contenía una especie de tierra negra, blanda y esponjosa, que no era otra cosa que metros cúbicos de sangre de animales que con el tiempo se habían convertido en humus (ver foto).

Delirante, atemorizado, apenas capaz de distinguir entre el sueño y la realidad, después de verter la sangre del sacrificio, el consultante esperaba casi desvanecido el momento de la aparición del muerto que anhelaba ver. En un ambiente cargado por una densa humareda y a la luz de las antorchas, los sacerdotes entonaban un cántico monótono y adormecedor. De repente, se oía un rechinar, un gemido y un crujido, y sonidos inhumanos llenaban la estancia. En el extremo opuesto, un ventrudo calderón de bronce hacía su aparición bajando del techo de la sala, al que estaba sujeto por una cadena. Dentro del calderón, una pálida figura que representaba al muerto a quien se quería consultar, y que no era otra cosa que un sacerdote representando su macabro papel, a quien el consultante dirigía la pregunta. Una vez obtenida la respuesta, el calderón se volvía a elevar hacia el techo y el consultante era conducido por otro sacerdote hasta el exterior del recinto.
Evidentemente, los veintinueve días que el consultante debía permanecer en el interior del oráculo eran más que suficientes para que los sacerdotes sonsacaran a aquél tanto el aspecto del difunto al que iba a consultar como aspectos relativos a la pregunta que iba a formular, a fin de ir elaborando un maquillaje y una respuesta coherente.

En las excavaciones efectuadas en el lugar se encontró el enorme calderón de bronce junto con los engranajes que lo hacían bajar y subir al techo.

[1] El mundo de ultratumba.

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