viernes, 2 de febrero de 2007

No obstante, antes de continuar con el procedimiento oracular, dediquemos algunas palabras a conocer la naturaleza y el origen de estas sacerdotisas consagradas a Apolo. A partir del siglo V a.C., la Pitia era elegida entre todas las mujeres de Delfos cualquiera que fuera su familia, lo único que se requería era que ésta fuera honorable y ella de conducta irreprochable. Al ser nombrada, la sacerdotisa debía abandonar el domicilio familiar para dedicarse por entero al dios porque, a diferencia de otros santuarios, no era imprescindible la virginidad. Si la Pitia estaba casada, abandonaba a su marido y a sus hijos y pasaba a habitar una casa destinada a su rango en el interior del recinto sagrado. No se necesitaban más requisitos. Su ignorancia, incluso, no era un impedimento sino que, por sí misma, garantizaba aún en mayor medida su sumisión completa a los dictados de la divinidad. Sin embargo, en épocas pretéritas, las sacerdotisas debían ser necesariamente vírgenes, pues esta era la condición que caracterizaba la naturaleza de Ártemis, la diosa gemela de Apolo. El motivo del cambio que se produjo con posterioridad fue debido a un suceso ocurrido cuando Echécrates el tesalio visitó el templo profético. Éste vio a la virgen, fue dominado por una violenta pasión por ella, la raptó y la violó, por lo que los delfios estipularon por ley que, en lo sucesivo, los oráculos serían emitidos por mujeres que hubieran rebasado la cincuentena.

El origen del nombramiento de la Pitia y del trípode nos lo explica Diodoro como ligado igualmente al poder adivinatorio de Gea (“La Tierra”): “Había un agujero en la tierra, en el lugar en donde hoy se halla el áditon del templo. Unas cabras pastaban por los alrededores y, cada vez que una se acercaba al agujero y se inclinaba hacia el interior, se ponía a saltar de un modo extraño y emitía balidos anormales. Sorprendido el pastor por este fenómeno, se acercó al agujero, examinó el fondo y notó los mismos síntomas que las cabras: éstas se comportaban como los posesos; en cuanto al hombre, predecía el porvenir. Como las gentes del país oían hablar de los efectos que producía el agujero sobre aquellos que se acercaban a él, se reunieron e, intrigados por este fenómeno, quisieron todos ellos hacer la prueba: todo el que se aproximaba al agujero entraba en estado de trance. Esta fue la razón por la que el oráculo fue reverenciado y considerado como un santuario profético de La Tierra. Durante cierto tiempo, los que deseaban consultarlo se contentaban con acercarse al agujero y se daban oráculos mutuamente. A continuación, como muchos caían al agujero, dado su estado de posesión, y allí desaparecían, los habitantes de los alrededores nombraron a una mujer única profetisa para todos y, a partir de entonces, las consultas se desarrollaron por su intercesión. También fabricaron un dispositivo desde lo alto del cual ella pudo entrar en trance con toda seguridad y dar los oráculos a los eventuales consultantes. El aparato tenía tres puntos de apoyo, por lo que se le llamó "trípode".

Al margen de esta explicación más o menos fantasiosa de Diodoro, el trípode en el que era sentada la Pitia estaba situado en la celda oracular entre el Omphalós y un árbol de laurel que crecía en el propio áditon. De esta manera, inspirada por los tres elementos del culto (trípode, laurel y omphalós), la Pitia inspiraba el “pneuma” (“aire”) profético que fluía de La Tierra a través de una anfractuosidad del suelo del áditon. Este pneuma la hacía transformarse en un médium del dios que hablaba a través de la sacerdotisa empleando la primera persona.

El procedimiento de la consulta se iniciaba de la manera siguiente. Una vez establecido el orden de acceso al templo de la manera que ya hemos mencionado, el consultante pagaba una cuota, generalmente en forma de una tarta de miel (“pélanos”), que posteriormente era vendida por los sacerdotes en un precio desmesurado debido a que se había consagrado a Apolo. Sin embargo, ningún extranjero podía entrar en el templo sin ir acompañado de un “proxenos”, de tal manera que cada Estado disponía de su propio proxenos destinado en Delfos, cuya misión consistía en certificar que los consultantes eran efectivamente ciudadanos de su país. Por su parte, los consultantes de los países que no disponían de proxenos en Delfos, podían elegir a un ciudadano distinguido de la ciudad para que los asistiera, aunque ni éste ni el proxenos ofrecían sus servicios a cambio de nada. Uno de los más acerados críticos de este negocio arraigado alrededor del culto a Apolo fue el poeta Esopo. El que fuera esclavo frigio, se burlaba de los delfios porque, en su opinión, en lugar de trabajar, vivían de los consultantes del templo. Los sacerdotes, temiendo por su próspero negocio, se propusieron acallar al extranjero: Escondieron una fuente de oro en su equipaje y difundieron la noticia de que el santuario había sido robado. La fuente fue encontrada y Esopo condenado a muerte, siendo arrojado por los propios sacerdotes desde lo alto de la peña Hiámpica perteneciente al Parnaso.

Una vez que el consultante había pagado su cuota, era trasladado al áditon o celda oracular del templo donde se encontraba la Pitia en el estado en que la habíamos dejado. El consultante, que como sabemos no podía ver a la sacerdotisa por estar ésta oculta tras un velo, planteaba la pregunta y el dios, a través de la Pitia, emitía la respuesta oracular cuyo texto, debido al estado de trance en el que se encontraba la médium, resultaba a menudo de una gran confusión, la cual era paliada en parte por medio de la transcripción que los sacerdotes hacían de las palabras de la Pitia. Finalmente, la respuesta era entregada por escrito al consultante.

Algunos autores latinos nos ofrecen cuadros muy expresivos de la actuación de la sacerdotisa oracular. Dice Lucano: “Delira como una bacante, demente, paseando por el antro su cabeza extraviada, sacudiendo con sus cabellos en desorden las bandas sagradas y los festones de Febo en la nave del templo; su nuca vacila y se retuerce; derriba por doquier los trípodes que entorpecen su marcha enloquecida; un fuego terrible la posee. Entonces la espuma de la demencia comienza a fluir de su boca enloquecida; de su garganta anhelante brotan gemidos y gritos… Hace girar sus ojos furiosos y sus miradas recorren todo el espacio celeste. Su semblante ensombrecido, unas veces asustado, otras amenazador, jamás está inmóvil. Un color de fuego colorea su boca y sus mejillas lívidas”.

Vistas, pues, las condiciones en que eran emitidos los oráculos, nada debe de extrañar que las respuestas resultaran a menudo ininteligibles, de tal manera que, lo que realmente había querido decir la Pitia, mejor dicho, lo que realmente había querido decir el dios, a menudo tan sólo era comprendido una vez que el hecho sometido a consulta había llegado a su desenlace o había acaecido, lo cual, de manera evidente, resultaba ya de escaso valor para el consultante. Además, cuando lo realmente ocurrido no coincidía en absoluto con lo que aparentemente había predicho el dios, esto no era interpretado como un error del oráculo, dada su naturaleza infalible, sino como un error de interpretación por parte del fiel. Nada se dejaba a la improvisación, todo estaba bajo el más férreo control. De esta forma entenderemos el por qué hoy aludimos a una persona como “sibilina” cuando su modo habitual de comunicarse se realiza a través de expresiones susceptibles de varias interpretaciones o susceptibles de tener un mensaje oculto, y así lo hacemos en recuerdo de aquellas Pitias o Sibilas que emitían los, a menudo insondables, oráculos.

El santuario de Apolo en Delfos ejerció, como bien puede deducirse, una enorme influencia en el mundo griego, especialmente en aspectos concernientes a la fundación de colonias y a conflictos bélicos, en las purificaciones que debían llevarse a cabo tras los delitos de sangre y en la institución de los cultos. Sin embargo, la conducta de Delfos, como suele ser habitual en estos casos, no pudo o no supo sustraerse en algunas ocasiones a la influencia política, por lo que su autoridad como guía del mundo heleno no siempre estuvo a la altura de las circunstancias, al tomar partido, en algún momento, por alguna de las partes en conflicto, generalmente, por cierto, por la parte más poderosa del mismo, como también suele resultar habitual en estos casos. Una de estas ocasiones fue durante las guerras contra los persas, en las que el santuario, convencido de la victoria de éstos y abandonando su carácter galvanizador del panhelenismo que en gran medida justificaba su status, no acudió en auxilio del mundo griego. En efecto, en vísperas de la batalla de Maratón, los atenienses solicitaron la colaboración de Esparta, pero Apolo no envió a los espartanos la necesaria autorización para que éstos se pusieran en marcha antes del plenilunio. Debido a esto, los lacedemonios llegaron al campo de batalla una vez que ésta había concluido. El dios había tomado claro partido por el invasor, al que consideraba más poderoso.

Terminada la contienda con los persas, los griegos olvidaron sin embargo la nefasta deserción del santuario, al que continuaron enviando magníficas ofrendas votivas, entre ellas el famoso trípode de oro conmemorativo de la victoria de Platea, estrella y motivo de este trabajo. De todos modos, Atenas, desconfiando, no ya tanto del dios como de sus sacerdotes, se apartó de Delfos y tomó a Delos, lugar de nacimiento de Apolo y sede de otro gran templo consagrado al dios, como centro de la Liga Délica que ella lideraba. Como consecuencia de todo ello, al estallar la Guerra del Peloponeso, que terminaría por dirimir a favor de Esparta la hegemonía en el mundo griego en disputa con Atenas, Delfos tomaría abiertamente partido por la primera. Posteriormente, cuando Filipo de Macedonia comenzó su injerencia en los asuntos griegos, el santuario le brindaría asimismo todo su apoyo.

Por tanto, la actuación de Delfos en el campo de la política griega puede resumirse como de una intervención en los asuntos internos de las polis, cuando este no era, sino al contrario, el papel que debía desempeñar. En general, tomó partido a favor de la oligarquía y en contra de la democracia, apoyó al fuerte contra el débil y abandonó a los griegos, primero ante los persas, y después ante Filipo, lo cual haría decir a Demóstenes que el rey macedonio se había adueñado de Grecia ayudado por “la sombra que habita en Delfos”.

Antes de concluir este apartado dedicado al desarrollo del procedimiento oracular en Delfos, veamos un ejemplo de cómo el lenguaje críptico con que generalmente se contestaba a las preguntas formuladas presentaba una enorme complejidad en su interpretación. Para ello nos serviremos de un vaticinio efectuado acerca de los Báquidas. Eran éstos una noble familia ateniense, descendiente del rey de Corinto, Caquis, que reinaban con un enorme despotismo ante sus súbditos. En una ocasión en que acudieron a Delfos a preguntarle al dios sobre su futuro, obtuvieron la siguiente respuesta:

“Preñada está el águila entre roquedales,
y parirá un león formidable y sanguinario
que segará muchas vidas.
Tened, pues, esto bien en cuenta, corintios,
que habitáis entre la hermosa Pirene
[1]
y la escarpada Corinto”

El oráculo era incomprensible para los Báquidas y permaneció así durante varios años, hasta que el enigma se resolvió por sí solo. Labda era una hija paralítica de Caquis a quien le resultaba muy difícil encontrar esposo a causa de su condición física. Con el tiempo llegó a Corinto un viajero procedente de Petra, de nombre Eetión, al que Caquis le dio a su hija por esposa. Tras un largo tiempo sin tener descendencia, Eetión acudió a Delfos para consultar el oráculo:

“Eetión, nadie te admira, pese a que eres digno de estimación.
Labda está encinta y parirá una roca
que caerá sobre los déspotas y hará justicia a Corinto”.

En efecto, Labda dio a luz un muchacho y así los Báquidas comienzaron a entenderlo todo: En griego, Petra significa “roca” (“entre roquedales”, se decía en el primer oráculo, y que una “roca caerá sobre los déspotas”, en el segundo), mientras que Eetes significa "águila" y el león era el símbolo real de Corinto. Por ello, el primer oráculo venía a decir, en síntesis, que Eetión (el águila preñada de Petra) tendría un hijo que se convertiría en rey de Corinto (el león), mientras que el segundo vaticinaba que la roca (el descendiente de un habitante de Petra) acabaría con los déspotas que gobernaban Corinto.

Una vez que los Báquidas hubieron encontrado sentido a la sentencia del oráculo, enviaron una delegación a Petra con el objetivo de matar al hijo de Eetión, pero su madre, Labda, avisada de sus pretensiones, evitó la muerte de su hijo escondiéndolo en un arca, motivo por el cual le puso el nombre de Cipseles (“arca”). Por su parte, los corintios, no habiendo encontrado al niño, regresaron a la ciudad y mintieron haciendo ver que el plan había sido ejecutado. Pasado el tiempo, Cipseles expulsó efectivamente a los Báquidas y se convirtió en tirano de Corinto, ciudad a la que gobernó durante treinta años ganándose la admiración y el cariño de su pueblo. Sin embargo, a una pregunta efectuada a Apolo, también en el sentido de indagar acerca de su futuro, la Pitia le respondió:

“Dichosa esa persona que está bajando [2] a mi morada,
Cipseles, hijo de Eetión, soberano de la gloriosa Corinto,
dichoso él y sus hijos, pero ya no los hijos de sus hijos”

En efecto, Cipseles se casó con Cratea y tuvo un hijo, Periandro, con el que Corinto floreció en todos los aspectos, siendo él mismo considerado como uno de los Siete Sabios de Grecia. Sin embargo su sucesor, Psamético [3], fue derrocado al cuarto año de su gobierno. Una vez más, los oráculos habían resultado infalibles.


Habíamos dicho que los oráculos, omnipresentes tanto en la Mitología como en la Historia, habían jugado un papel de primer orden en el devenir de la propia Historia pues los asuntos más transcendentes, tanto individuales como colectivos, eran sometidos a la opinión del dios. Un ejemplo de ello es el que aquí presentamos con el nombre de “oráculo de Salamina”.

[1] Pirene era una fuente de la que se abastecía de agua la ciudad de Corinto, por lo que no debe confundirse con la princesa Pirene que protagoniza un pasaje del décimo trabajo de Heracles y da nombre a nuestros Montes Pirineos (“montes de Pirene”).
[2] Uno de los argumentos que avalan a quienes mantienen que el áditon estaba situado en un nivel inferior en el interior del templo de Apolo.
[3] Este nombre, Psamético, le fue puesto al hijo de Periandro debido a la admiración que éste sentía por Egipto, en donde, entre 593 y 588 a.C., gobernó el faraón de origen libio Psamético II.

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