domingo, 4 de febrero de 2007

PRÓLOGO ( Evitemos la soberbia )

En ocasiones, desde luego siempre en mayor número que las que para mi serían deseables, adquiero compromisos de manera compulsiva sin reparar en las dificultades que llevará aparejado su cumplimiento. El origen de este texto no es ajeno a esta debilidad. En efecto, este trabajo tuvo su génesis en un comentario hecho "a volapié" por un amigo, arqueólogo romanista y docente universitario, quien, con ocasión de un próximo viaje a realizar a Estambul con parte de sus alumnos, no tuvo mejor idea que decirme un ¿buen? día: "Oye, ¿tú no podrías prepararme algunas notas sobre los vestigios griegos que nos vamos a encontrar allí? No quisiera quedar mal con esos puñeteros a los que acompaño, que siempre están a la que salta". Sin embargo, al contrario de lo que suele ocurrir en otras ocasiones, el vértigo al que estuve sometido debido a la premura de tiempo me ha dejado aceptablemente satisfecho, tanto por el hecho de haber podido cumplir con el compromiso adquirido, como por el hecho de haber logrado dar forma, con mayor o menor fortuna, a un antiguo deseo innumerables veces aplazado y que, de no haber mediado un estímulo como el antedicho, a buen seguro permanecería todavía hoy en el amplio cajón de los propósitos: Establecer de una forma coherente y comprensible la puesta en escena del procedimiento oracular en la Grecia Clásica, fundamentalmente en Delfos, haciendo conciliables las distintas interpretaciones existentes al respecto, al mismo tiempo de haber conseguido someter a la disciplina de un texto las numerosas, inconexas y fragmentarias citas que sobre el mismo salpican la historiografía y la mitografía.

El trabajo que aquí humildemente se presenta es un trabajo que habla tanto del temor como de la esperanza, tanto del sometimiento a lo inexorable como de la rebeldía ante lo predestinado, tanto de la ilusión por poder influir de alguna manera en el futuro personal y colectivo como de la incertidumbre ante el mismo, y tanto de la condición humana como de la conducta a menudo desconcertante, cuando no ciertamente arbitraria, de los dioses. A lo largo de él parece que se hubiera confeccionado un espejo, un espejo en el que mirarnos reflejados y en el que mirar reflejada la evidencia de la inmutabilidad, tanto de la condición de los hombres como de la naturaleza de los dioses, a pesar de todo el tiempo transcurrido desde aquel entonces. Un tiempo durante el que tan sólo parece haber variado el decorado de las circunstancias y el “atrezzo” de la liturgia. Sin embargo ¿resulta, incluso, esto último realmente cierto? No, no lo es, no al menos a mi juicio. Ni siquiera esto resulta cierto. Es más, incluso bien pudiera decirse que una respuesta afirmativa a la pregunta planteada sólo puede ser atribuida a la soberbia, a la negligencia en el análisis o, simplemente, a la ignorancia, pues, si bien es cierto que en ocasiones ese “atrezzo de la liturgia”, cuando se evidencia en forma de rito o mito, pudiera resultar diferente en ciertos matices con respecto a lo que ocurre en los tiempos presentes, nada de ello resulta sustancialmente distinto a lo que al respecto ocurre en los aparentemente tan evolucionados tiempos que corren. En efecto, una vez conocidos los argumentos del rito o del mito, podemos caer en la tentación de preguntarnos cómo fue posible que pueblos con un desarrollo cultural tan avanzado como el de los antiguos griegos dieran crédito a tamaños argumentos y representaciones, como si los argumentos y las representaciones litúrgicas que se desarrollan en la actualidad gozaran de una consistencia racional muy superior de la que contaban por aquel entonces. ¿Qué diferencia existe, desde el punto de vista racional, entre la asunción como cierto de que Medusa petrificaba a aquel que la miraba y la mujer de Lot convertida en estatua de sal por haber vuelto su vista atrás? ¿Qué diferencia existe entre Apolo metamorfoseado en delfín y la paloma trinitaria? ¿O entre la pesca milagrosa de Corcira y una pesca asimismo tenida por milagrosa por los cristianos? ¿O entre Perseo, volando gracias a las sandalias aladas puestas a su disposición por las Ninfas, y Elías, surcando los cielos subido en un carro de fuego? ¿Hay en todo ello algo que podamos considerar como sustancialmente distinto? Estimo que no. Por ello, ante todo lo que a continuación se citará, evitemos, si a ello nos sintiéramos tentados, la soberbia del que mira displicentemente desde una supuesta atalaya de racionalidad superior. La hilaridad o la sonrisa de conmiseración que pudiera dibujarse en nuestros rostros acompañando a la lectura de un mito pudiera considerarse, desde este punto de vista, como una mera mueca reveladora de nuestra propia vana altanería y el reflejo de nuestra soberbia, cuando no de nuestra propia estupidez, plasmado en el espejo al que antes aludía. Ese espejo por el que discurre esta, así por otro nombrada, “tragicomedia de la vida” que de manera ininterrumpida representamos y en la cual nada, ni los actores, ni el argumento, ni las piezas del decorado, es distinto sino igual, quizás desesperadamente igual, pero así fue, así es y así continuará siendo en el futuro, pues, no en vano, es la voluntad de los dioses.

1 comentario:

voltaire dijo...
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