lunes, 5 de febrero de 2007

EL TRÍPODE,
EL OMBLIGO,
EL LAUREL
Y
LA SERPIENTE
(una apología de la incertidumbre)
Conviene que haya dioses, y,
puesto que conviene,
creamos en su existencia.
Publio Ovidio Nasón

domingo, 4 de febrero de 2007

PRÓLOGO ( Evitemos la soberbia )

En ocasiones, desde luego siempre en mayor número que las que para mi serían deseables, adquiero compromisos de manera compulsiva sin reparar en las dificultades que llevará aparejado su cumplimiento. El origen de este texto no es ajeno a esta debilidad. En efecto, este trabajo tuvo su génesis en un comentario hecho "a volapié" por un amigo, arqueólogo romanista y docente universitario, quien, con ocasión de un próximo viaje a realizar a Estambul con parte de sus alumnos, no tuvo mejor idea que decirme un ¿buen? día: "Oye, ¿tú no podrías prepararme algunas notas sobre los vestigios griegos que nos vamos a encontrar allí? No quisiera quedar mal con esos puñeteros a los que acompaño, que siempre están a la que salta". Sin embargo, al contrario de lo que suele ocurrir en otras ocasiones, el vértigo al que estuve sometido debido a la premura de tiempo me ha dejado aceptablemente satisfecho, tanto por el hecho de haber podido cumplir con el compromiso adquirido, como por el hecho de haber logrado dar forma, con mayor o menor fortuna, a un antiguo deseo innumerables veces aplazado y que, de no haber mediado un estímulo como el antedicho, a buen seguro permanecería todavía hoy en el amplio cajón de los propósitos: Establecer de una forma coherente y comprensible la puesta en escena del procedimiento oracular en la Grecia Clásica, fundamentalmente en Delfos, haciendo conciliables las distintas interpretaciones existentes al respecto, al mismo tiempo de haber conseguido someter a la disciplina de un texto las numerosas, inconexas y fragmentarias citas que sobre el mismo salpican la historiografía y la mitografía.

El trabajo que aquí humildemente se presenta es un trabajo que habla tanto del temor como de la esperanza, tanto del sometimiento a lo inexorable como de la rebeldía ante lo predestinado, tanto de la ilusión por poder influir de alguna manera en el futuro personal y colectivo como de la incertidumbre ante el mismo, y tanto de la condición humana como de la conducta a menudo desconcertante, cuando no ciertamente arbitraria, de los dioses. A lo largo de él parece que se hubiera confeccionado un espejo, un espejo en el que mirarnos reflejados y en el que mirar reflejada la evidencia de la inmutabilidad, tanto de la condición de los hombres como de la naturaleza de los dioses, a pesar de todo el tiempo transcurrido desde aquel entonces. Un tiempo durante el que tan sólo parece haber variado el decorado de las circunstancias y el “atrezzo” de la liturgia. Sin embargo ¿resulta, incluso, esto último realmente cierto? No, no lo es, no al menos a mi juicio. Ni siquiera esto resulta cierto. Es más, incluso bien pudiera decirse que una respuesta afirmativa a la pregunta planteada sólo puede ser atribuida a la soberbia, a la negligencia en el análisis o, simplemente, a la ignorancia, pues, si bien es cierto que en ocasiones ese “atrezzo de la liturgia”, cuando se evidencia en forma de rito o mito, pudiera resultar diferente en ciertos matices con respecto a lo que ocurre en los tiempos presentes, nada de ello resulta sustancialmente distinto a lo que al respecto ocurre en los aparentemente tan evolucionados tiempos que corren. En efecto, una vez conocidos los argumentos del rito o del mito, podemos caer en la tentación de preguntarnos cómo fue posible que pueblos con un desarrollo cultural tan avanzado como el de los antiguos griegos dieran crédito a tamaños argumentos y representaciones, como si los argumentos y las representaciones litúrgicas que se desarrollan en la actualidad gozaran de una consistencia racional muy superior de la que contaban por aquel entonces. ¿Qué diferencia existe, desde el punto de vista racional, entre la asunción como cierto de que Medusa petrificaba a aquel que la miraba y la mujer de Lot convertida en estatua de sal por haber vuelto su vista atrás? ¿Qué diferencia existe entre Apolo metamorfoseado en delfín y la paloma trinitaria? ¿O entre la pesca milagrosa de Corcira y una pesca asimismo tenida por milagrosa por los cristianos? ¿O entre Perseo, volando gracias a las sandalias aladas puestas a su disposición por las Ninfas, y Elías, surcando los cielos subido en un carro de fuego? ¿Hay en todo ello algo que podamos considerar como sustancialmente distinto? Estimo que no. Por ello, ante todo lo que a continuación se citará, evitemos, si a ello nos sintiéramos tentados, la soberbia del que mira displicentemente desde una supuesta atalaya de racionalidad superior. La hilaridad o la sonrisa de conmiseración que pudiera dibujarse en nuestros rostros acompañando a la lectura de un mito pudiera considerarse, desde este punto de vista, como una mera mueca reveladora de nuestra propia vana altanería y el reflejo de nuestra soberbia, cuando no de nuestra propia estupidez, plasmado en el espejo al que antes aludía. Ese espejo por el que discurre esta, así por otro nombrada, “tragicomedia de la vida” que de manera ininterrumpida representamos y en la cual nada, ni los actores, ni el argumento, ni las piezas del decorado, es distinto sino igual, quizás desesperadamente igual, pero así fue, así es y así continuará siendo en el futuro, pues, no en vano, es la voluntad de los dioses.

RECOMENDACIONES

· Aún cuando me he preocupado especialmente de evitar las citas fragmentarias, ya que un mito o un suceso histórico aludido de esta manera contribuye más a la confusión y a la incomprensión del mismo que a su clarificación, en ocasiones no ha existido otro remedio que ampliar el contenido del texto por medio de “ANOTACIONES” expuestas en un blog vinculado a éste y que apareceran a lo largo del mismo destacadas mediante un número de orden en negrita encerrado entre paréntesis. Recomiendo que cuando un número así (X) aparezca a lo largo de la lectura, se proceda de manera inmediata a leer la “Anotación” correspondiente accediendo al blog vinculado "Anotaciones al trípode" que aparece a la izquierda de la página dentro del apartado "Links favoritos", pues en ella puede hacerse alusión a algún aspecto que, de ser ignorado, dificulte la comprensión de lo expuesto con posterioridad. En otras ocasiones, estas anotaciones constituyen una explicación más exhaustiva de algo aludido en el texto.

· Las explicaciones complementarias al margen del texto que por su escasa extensión pueden ser incluidas como “pies de página” irán marcadas con un número encerrado entre corchetes [x].

... Y UN RUEGO

Personalmente estoy de acuerdo al afirmar que gran parte de todo aquello que hacemos a lo largo de nuestra vida, sobre todo aquellas cosas que hacemos con la intención de ponerlas a disposición de los demás, compartiéndolas con ellos, pero, al mismo tiempo sometiéndolas a un siempre inherente juicio, llevan implícito el deseo de gustar, de agradar a aquellos a quienes se dirige aunque, como en el caso presente, medie un desconocimiento personal mutuo. De gustar, en definitiva y en este caso concreto, a aquellos que dediquen una parte de su tiempo a la lectura de lo que así se expone. Por mi parte, he dedicado a este propósito las horas que estimé necesarias para intentar conseguir que alguien de entre aquellos que lean este trabajo disfrute de él, esté o no esté la Historia y la Mitología entre una de sus inquietudes o aficiones. Como homenaje a estas horas, y en especial a las horas de sueño perdidas, nada mejor que su lectura. Como homenaje a mi osadía, benevolencia.

ESTAMBUL

Estambul fue fundada por el megariense ( 1 ) Byzas (de ahí la antigua denominación de Bizancio) en el siglo VII a.C., quien, tras consultar al oráculo de Delfos sobre la fundación de una nueva colonia, recibió instrucciones para establecerse “allende la tierra de los ciegos”. Habiendo encontrado una comunidad que vivían en la costa asiática, Byzas descubrió que los antiguos colonizadores habían sido privados de la vista por los dioses como consecuencia de haber despreciado el espléndido lugar situado al otro lado del Bósforo. Así es como nació, según la tradición, la colonia de Bizancio.

Curiosamente, a pesar de su enorme valor estratégico, la colonia no fue sometida a grandes tensiones bélicas a lo largo de varios siglos, a pesar de las continuas convulsiones a las que estuvo expuesta la región durante aquellos años, hasta que, en el año 196 d.C., Septimio Severo la incorpora al Imperio Romano. Más adelante, Constantino el Grande, que en un principio había decidido establecer su Nueva Roma junto a la tumba de Áyax, en Troya, donde incluso comenzó la construcción de las murallas, tras reconsiderar su decisión marcha hacia Bizancio para construir allí su ciudad.

Fundada en el 326 d.C., Constantino llenó la ciudad de tesoros del mundo antiguo, resultando de ella una extraña y abigarrada mezcla de la era clásica pagana y de la reciente era cristiana. La ciudad se desarrolló rápidamente gracias a la pujanza del comercio en el que basaba su economía, de tal manera que jamás había existido en Occidente una ciudad de tal magnitud y de tal belleza, la cual, ya en el siglo IX, contaba con una población de alrededor de un millón de almas.

Los vestigios más antiguos que se pueden encontrar en el Estambul actual se hallan en el Hipódromo, situado en el lateral oeste de la Mezquita Azul, formando parte de la plaza del sultán Ahmet. El hipódromo fue construido por Septimio Severo en el 203 d.C., y convertido posteriormente en circo por Constantino el Grande. En este hipódromo permanecen tres monumentos dignos de ser admirados por todo aquel que visite la ciudad:

· Columna de Constantino VII Porfirogénito: Levantada por éste en el año 940 d.C. En su tiempo estuvo cubierta de bronce dorado, el cual fue posteriormente fundido por los Cruzados durante la cuarta de sus campañas. El calificativo de "porfirogénito" era común entre los emperadores bizantinos, siendo utilizado con la intención de enfatizar su legitimidad al trono, aludiendo con él al hecho de que su nacimiento había tenido lugar en la sala de nacimientos del palacio imperial (llamada "Porphyra" porque estaba recubierta de losas de mármol púrpura), eran hijos de un emperador reinante y, por tanto, legítimos

· Obelisco: Se trata de un obelisco erigido por el faraón Thutmosis III en Deir-el-Bahari ( 2 ) en el siglo XV a.C. y traído a Estambul por Teodosio en el año 390 d.C. Está montado sobre un pedestal de mármol que contiene relieves representando a Teodosio y a sus hijos, Arcadio y Honorio, asistiendo a diferentes eventos.

· Columna de las serpientes: Será esta la “estrella” de nuestra historia y el elemento que en mayor medida la justifique. Se trata de una columna de bronce formada por los cuerpos entrelazados de tres serpientes, originalmente coronada por una jofaina de oro macizo, que reproducía el trípode sobre el que la sacerdotisa del santuario de Apolo en Delfos emitía sus oráculos. El conjunto, de 8,50 metros de altura, fue donado al santuario bajo suscripción efectuada entre las ciudades que participaron de manera victoriosa en la batalla de Platea ( 3 ), librada en 479 a.C. contra los persas, en agradecimiento al dios por haberles brindado protección y ayuda. En esta columna estaban inscritos los nombres de las 31 ciudades griegas participantes en la batalla y, según la tradición, el bronce con el que fue fabricada se obtuvo al fundir los escudos de los soldados persas caídos en la misma. En el año 355 a.C., durante la denominada “Guerra Sagrada”, librada entre la Fócide y Tebas, pero que en último terminó por involucrar y dividir al mundo griego permitiendo la injerencia y el inicio de la supremacía de la Macedonia de Filipo, los focenses, al mando de Filomelo, ocuparon Delfos y se adueñaron de la mayor parte de los tesoros del templo de Apolo y, entre ellos, de la jofaina de oro que coronaba la columna de las serpientes, mientras que ésta permaneció en el lugar hasta que, a principios del siglo IV a.C., Constantino el Grande la llevó a Constantinopla (Estambul), en donde permaneció durante siglos en el olvido. La columna volvería a ver la luz tras las excavaciones llevadas a cabo en el hipódromo.
El Hipódromo de Estambul.
En la imágen, a la derecha de la Mezquita Azul.
Obelisco de Thutmosis III en el Hipódromo de Estambul

Columna de las serpientes en el Hipódromo de Estambul

Cabeza de una de las serpientes
que formaban la columna
(foto del autor)
Fuera ya del hipódromo, otro de los vestigios que servirán de argumento a nuestro relato es la Cisterna basílica (Yarebatan Sarayi), la más grande e impresionante de su género. Construida en el siglo VI d.C., su capacidad era de 80 millones de litros y su agua, tomada del cercano bosque de Belgrado, estaba destinada a surtir a los numerosos y fastuosos palacios de la ciudad. Contiene 336 columnas que soportan una bóveda de ladrillo, algunas de las cuales se apoyan sobre una representación de Medusa.
Ticket de entrada a la Cisterna Basílica
(propiedad del autor)
Basamento de una columna de la Cisterna Basílica
reproduciendo la cabeza de Medusa
(foto del autor)

EL MUNDO GRIEGO A PARTIR DEL SIGLO VI a.C. (LA DUALIDAD ATENAS-ESPARTA)

Para comenzar nuestro relato habremos de observar, en primer lugar, la situación política que hacia el siglo VI a.C. se dibujaba en los pueblos que habitaban las riberas del Mediterráneo oriental.

En el Asia Menor, en la costa occidental de lo que en la actualidad es Turquía, se asentaban tres grandes reinos: Frigia, Lidia y Caria, de los cuales, el más próspero y desarrollado era el reino de Lidia, con su capital, Sardes, como uno de los centros de poder y cultura más sobresalientes de la época. Su caída en manos de los persas en 547 a.C. marcará el inicio de la expansión del imperio medo y la amenaza subsiguiente para el mundo griego.

En Grecia, a partir de la mitad del siglo VI a.C., la principal metrópoli era Esparta, constituida en cabeza de una alianza militar formada por todas las ciudades de la península del Peloponeso de la cual queda excluida la poderosa ciudad de Argos, enemiga irreconciliable de Esparta debido al contencioso históricamente mantenido acerca de la propiedad de la fértil llanura intermedia de Cinuria. Fuera de esa denominada Liga del Peloponeso existían otras ciudades de importancia, por aquel entonces, secundaria, entre las que sobresalían Corinto, Atenas y Egina.

En general, el sistema de gobierno de estas metrópolis correspondía a un régimen oligárquico, tiránico, cuyos gobernantes se sucedían en el poder en función de dinastías a menudo interrumpidas por medio de alguna revuelta palaciega. Sin embargo, en el 510 a.C., un grupo de atenienses exiliados consiguieron reunir un gran ejército con el que expulsaron a Hipias, el último tirano de Atenas, y colocan en la cúpula del poder a Clístenes, quien, no queriendo reproducir el régimen derrocado con el argumento de que durante él el papel de Atenas en los asuntos de la Hélade no había dejado de ser secundario, instituyó un régimen de gobierno representativo basado en el consejo de los “demos” (unidades territoriales que sustituían a las anteriores gens familiares) que rompía los vínculos entre los miembros de las gens y que será conocido con el nombre de “democracia” (gobierno de los demos).

Con la instauración del nuevo régimen, Atenas inició su expansión al mismo tiempo que despertó los recelos por parte de Esparta y la Liga del Peloponeso, recelos tanto motivados por su influencia creciente en los asuntos griegos, como por la percepción por parte de aquellos de que el nuevo sistema instaurado en Atenas suponía una amenaza evidente para su propio sistema de gobierno pues, no en vano, a buen seguro que los éxitos de Atenas serían considerados como éxitos del nuevo sistema democrático por amplias capas de la población sometidas en las metrópolis peloponésicas, las cuales, en un momento dado, podrían llegar a reclamar un sistema de gobierno similar al ya vigente en Atenas.

Sin embargo, las crecientes diferencias entre Esparta y Atenas no venían sólo motivadas por sus distintos regímenes políticos aunque emanaban de los mismos, sino también por una concepción diametralmente distinta de lo que debería ser la vida de sus gentes. En efecto, el pensamiento griego, en lo referente a la proyección individual de sus gentes, estaba dominado por la aspiración a conseguir la “areté” o conjunto de cualidades que hacen de un hombre un héroe. Sin embargo, los caminos para conseguir la citada areté eran notablemente diferentes en ambas ciudades en base a sus muy distintos sistemas educativos habilitados para su consecución (“paideía”). Así, mientras que en Esparta se constituyó una polis guerrera de corte aristocrático, en la que el Estado fue acentuando progresivamente su preeminencia sobre el individuo, en Atenas, en cambio, fue asentándose una polis de tipo democrático en la que prevalecía la iniciativa privada, la capacidad creativa y la libertad de pensamiento.

En Esparta, la polis lo es todo para el hombre, de ahí que este se consagre a la patria, en aras de cuya prosperidad está siempre dispuesto a sacrificar, no sólo sus intereses individuales sino incluso su propia vida. Por ello, la educación espartana no tenía como objetivo seleccionar héroes sino formar una ciudad entera de héroes dispuestos a inmolarse por su patria.

Sin embargo, esto no fue siempre así, ya que en el siglo VII y principios del VI a.C., Esparta fue el primer foco cultural de la Hélade, de tal manera que era la capital de la música, florecía la poesía lírica de manos de Tirte y Alcman, atraía a los artistas y eruditos extranjeros, y sus jóvenes sentían gusto por la práctica de los deportes, como lo demuestran las numerosas victorias de espartanos en los primeros Juegos Olímpicos. Será hacia el 550 a.C. cuando se produce un frenazo espectacular en el desarrollo sociocultural de Esparta, posiblemente a causa ingente población de ilotas (población agrícola que debía de entregar a los espartanos una parte de su cosecha) y periecos (artesanos y comerciantes tributarios de Esparta, privados de sus derechos políticos, que vivían en poblados autónomos) con los que los espartanos convivían y sobre los que debían mantener su autoridad. De hecho, Esparta estaba formada por una aristocracia numéricamente reducida que pretende mantener en régimen de sometimiento a masas ingentes dispuestas en todo momento a la rebelión, lo cual obligaba a sus dominadores a permanecer en continuo estado de vigilancia y convertirlos en una comunidad de guerreros prestos a resolver por las armas cualquier emergencia. Para ello, su inferioridad numérica había de ser compensada con la superioridad técnica, la solidaridad total y la obediencia ciega.

Surge, pues, un estado policial que controla a cada ciudadano. Los extranjeros, antes bien acogidos, se convirtieron en sospechosos. Esparta se tornó conservadora, defendiendo costumbres y sistemas político-sociales anacrónicos, al mismo tiempo que paulatinamente se va produciendo un empobrecimiento gradual de la cultura, de las artes e, incluso, de los deportes de competición, es decir, en todo aquello que pueda contribuir al desarrollo de una personalidad crítica capaz de rebelarse contra la rigidez asfixiante de las consignas estatales. De hecho, los nombres espartanos desaparecen de entre los vencedores de los Juegos Olímpicos, en los que tanto habían destacado en épocas anteriores.
Paralelamente, se va produciendo una involución en le terreno educativo. El estado es dueño absoluto, no sólo de la vida, sino incluso de la inteligencia de sus súbditos, cada uno de los cuales es tan sólo una simple pieza que se integra y ajusta en la maquinaria estatal. La educación es un derecho y un deber exclusivo del Estado encaminado a la formación del individuo como soldado y de la que se excluye a los extranjeros y a los ilotas, éstos últimos dedicados únicamente a cultivar la parcela recibida del Estado y a entregar a sus señores la mitad de la cosecha anual. Los periecos, aunque libres, tampoco tenían acceso a la educación estatal.

Apenas nacido, el niño debe ser presentado ante una comisión de ancianos que decide si debe vivir o no. “Si era robusto y fuerte daban orden de criarlo, y si era débil –nos dice Plutarco- lo enviaban a los Apótetas, un lugar barrancoso en el monte Taigeto por el que lo despeñaban, basándose en el principio de que ni para uno mismo ni para la ciudad vale la pena que viva lo que desde el preciso instante de su nacimiento no está bien dotado de salud y de fuerza”. El niño que había pasado este primer examen permanecía en el hogar familiar hasta los siete años con el fin de proceder a su crianza, transcurridos los cuales, el Estado se encargará directamente de su educación hasta los veinte años, encuadrándolo en un grupo con estructura perfectamente jerarquizada y recibiendo una educación exclusivamente militar. A los veinte años, el joven se habrá convertido en un hoplita, soldado diestro en logística y en tácticas de combate, capaz de luchar en perfecto orden e integrado como una pieza más de una máquina militar perfecta cuyos motores son la disciplina, el orden, la estrategia y el valor, de tal manera que, en este hoplita espartano, convergen la total consagración a la polis, el espíritu de sacrificio, la obediencia ciega, la anulación de la personalidad y una austeridad ascética. Por ello, esta igualdad, esta uniformidad entre los ciudadanos, resulta inconciliable con la competición a título individual, motivo por el cual el deporte de competición desapareció al mismo tiempo que, en este contexto, es fácil comprender que, tanto la literatura como el arte, la poesía, etc., no sólo no formaban parte del programa educativo sino que pasaron a ser considerados pasatiempos indignos. Así, hasta el vocabulario se fue haciendo tan restringido, que el lenguaje de los espartanos se hizo de una cortedad tal que, unido a su desprecio por la retórica, sus frases, tan sólo buscando una absoluta claridad de expresión, se hicieron tan directas y concisas que, en la actualidad, denominamos como “lacónico” a un mensaje o una respuesta corta, directa, sin concesiones a la argumentación ni a los juegos de palabras, dado que se denominaba Laconia o Lacedemonia a la región del Peloponeso a la que pertenecía Esparta. Aún más, para el espartano, en la búsqueda del interés de su patria, no existen diferencias entre el bien y el mal, entre lo honrado y lo deshonesto, sólo existe el interés de Esparta. Por ello, en sus relaciones con los demás pueblos, no dudaban en utilizar el engaño o la traición si ello redundaba en beneficio de Esparta (en la Guerra del Peloponeso, librada contra la Liga Ática, liderada por Atenas, no dudaron en hacerse apoyar por los persas con dinero y una flota. Atenas, por el contrario, antes de la batalla de Salamina, había rechazado las ventajosas ofertas realizadas por Jerjes si aquella se mantenía al margen del conflicto). Cuenta Plutarco que Lisandro, el almirante vencedor de la batalla de Egospótamos que pone fin a la Guerra del Peloponeso, a quienes le criticaban por realizar gran parte de las cosas mediante el engaño les solía responder con una sonrisa: “A donde no llega la piel de león debe añadirse la de zorro”, lo cual da una idea fidedigna de lo dicho con anterioridad.

Por su parte, la mujer espartana gozaba de una independencia inusual en el resto de Grecia, en donde las jóvenes se criaban en el hogar y no recibían más educación que la relativa a las faenas domésticas. Por el contrario, en Esparta, las mujeres no vivían recluidas en casa y eran educadas de igual manera que los varones, con la única diferencia de que podían permanecer en el hogar familiar en lugar de separarse de él e integrarse en grupos educacionales. Sin embargo, el papel de la mujer en Esparta fue establecido desde una concepción utilitaria de la misma, convirtiéndola en robusta madre de vigorosos hoplitas, para lo cual llevaba a cabo una exhaustiva preparación física. No obstante, la mujer espartana estaba orgullosa de su papel, como lo atestigua Gorgófone, esposa del rey Leónidas, quien al ser preguntada por una extranjera que cómo era posible que las mujeres espartanas fueran las únicas que mandaban sobre los hombres, replicó: “Es que somos las únicas que parimos hombres”. Al igual que el hombre, la mujer espartana estaba tan mentalizada acerca de la preeminencia absoluta de los intereses del Estado frente a los de la familia, que en ella no había lugar para exteriorizar la ternura ni los sentimientos. Una prueba de ello es aquella mujer que había enviado a sus cinco hijos a la guerra y esperaba con ansiedad el desenlace de la misma. Cuando alguien llegó y le hizo saber, en respuesta a su pregunta acerca del resultado de la batalla, que sus cinco hijos habían muerto durante la misma, le replicó: “No fue esto lo que te pregunté, ruin, sino como le fue a la patria”.

Por el contrario, en Atenas, antítesis de Esparta, los ciudadanos vivían libres de la tutela del Estado, el cual respetaba el derecho de los padres a educar a sus hijos, teniendo, aquellos, la obligación de procurar a éstos una educación física e intelectual acorde con sus posibilidades económicas.

A pesar de que Atenas, como todo el mundo griego y antiguo en general, tenía la necesidad de poseer un ejército formado por hombres aguerridos, jamás tuvo la obsesión de preparar a sus jóvenes exclusivamente para velar por la defensa del país, sino que hizo todo lo posible para promocionar una educación integral, atendiendo tanto a su vertiente física como intelectual, dejando todo ello a la iniciativa privada salvo la formación militar obligatoria (“efebía”). Esta aspiración de procurar a los jóvenes una educación integral con la que conseguir una ciudadanía sana y libre, libre por sus conocimientos, queda reflejada en un diálogo que tuvo como protagonista a Aristipo, cuando alguien le preguntó por el salario que cobraría por la educación de su hijo:


· Aristipo: Mil dracmas.
· Padre: ¿Mil dracmas? ¡Por mil dracmas puedo comprar un esclavo!.
· Aristipo: Hazlo, y de esa forma, por sólo mil dracmas, tendrás dos esclavos: Tu hijo y aquel al que hayas comprado.

Aunque en un principio, sólo una minoría selecta tenía acceso a esa educación integral, a finales del siglo VI a.C. el profesor privado fue sustituido por la educación colectiva, naciendo la escuela, a la que se da una gran importancia, como lo atestigua el hecho de que los habitantes de Trecen, al acoger, como veremos más adelante, a las mujeres y a los niños evacuados de la Atenas asediada por los persas antes de la batalla de Salamina, se preocuparon, entre otras cuestiones, de proporcionarles escuelas.

Por lo tanto en Atenas, a diferencia de lo que ocurría en Esparta, el individuo no constituía una mera pieza de la maquinaria estatal. Por el contrario, el Estado era una organización que debía permitir el desarrollo de la cultura y de la personalidad del ciudadano, de tal manera que en el ateniense se cultivaba y se apreciaban las artes, la literatura y la belleza. Desde los albores del siglo V a.C., la educación del ciudadano se basaba en una triada que comprende ejercicios físicos, iniciación musical y aprendizaje de la lectura y la escritura, incorporándose después la Retórica y, más tarde, la Filosofía. Para una élite quedaba una especie de enseñanza superior impartida por los sofistas, maestros itinerantes expertos en Retórica (arte de hablar) y Dialéctica (arte de persuadir), pero que en gran número de casos enseñaban también otras ciencias como Geometría y Aritmética, siendo, por tanto, divulgadores de la cultura griega. Más adelante, estos sofistas serían los encargados de formar también a los políticos, nueva inquietud que nacía entre la juventud ateniense. Finalmente, esta enseñanza superior se establecería ya en escuelas de ubicación fija en las que se impartían las distintas ramas del saber, como Filosofía, Ciencias, Política, Astronomía, etc., siendo la más famosa de ellas la Academia, fundada por Platón en el 387ª.C. y así llamada por desarrollar su actividad en el bosque en donde se encontraba la tumba de Academo, héroe local ateniense que había revelado a los Dióscuros, Cástor y Pólux, el lugar en el que Teseo guardaba prisionera a su hermana Helena tras el rapto de ésta.

Según el sistema educativo de Platón, las Matemáticas servían para seleccionar a las mentes más dotadas que procedieran posteriormente a desarrollar estudios más complejos, de tal manera que a la entrada de la Academia podía leerse: “Que no entre aquí quien no sepa Matemáticas”.[1]

Durante cuarenta años ejerció Platón la enseñanza en la Academia, manteniendo a lo largo de toda su vida una estrecha relación con sus exalumnos, a los cuales reunía periódicamente con motivo de banquetes que él mismo organizaba y durante los que se discutía sobre diferentes temas, se teorizaba y se filosofaba hasta altas horas de la madrugada. Estos banquetes, casi semiclandestinos, a menudo maquillados de un fin religioso [2], eran denominados “simposion”, cuyo significado no es otro que “banquete”, voz que se mantiene en la actualidad (simposium) para denominar a una reunión de gentes que tienen una actividad común.

Dos años después de la muerte de Platón, Aristóteles, que durante veinte años había frecuentado la Academia, fundó otro centro educativo llamado Liceo, en el que la música ocupaba un lugar muy destacado como medio de disciplinar la mente. Para Aristóteles, el mejor medio de conseguir que la mente ame lo noble y rechace lo innoble es hacerla vibrar con las melodías de la buena música.

En etapas posteriores, la educación fue haciéndose más y más completa, conteniendo, junto con la educación física, prácticamente todas las ramas del saber: Gramática, Música, Aritmética, Geometría, Astronomía, etc., alcanzándose así la educación integral del adolescente, alcanzándose lo que los griegos denominaban “enquiclos paideía”, concepto del que deriva nuestro vocablo “enciclopedia”, que alude a una publicación que contiene aspectos de todas las ramas del saber.

Esta visión escueta del concepto de individuo y de los distintos sistemas educativos en la antigua Grecia tiene como fin el abundar en el hecho de que, frente a la gran cohesión y la creciente pujanza que mostraba el imperio persa, con un gran territorio conquistado, un poderosísimo ejército y un todopoderoso rey, el mundo griego se presentaba disperso, invertebrado. En efecto, físicamente, la Hélade se conformaba en una especie de estados independientes que ocupaban un espacio geográfico común pero carentes de un sentimiento nacional o de una gran idea común que las aglutinara. Las polis griegas no eran tan sólo autónomas entre si, sino que, como hemos visto, la concepción de la vida, el desarrollo del individuo y los objetivos sociales eran totalmente antitéticos entre ellas. Por ello, con estos condicionantes, no resultará difícil comprender que resultaba una utopía el desarrollo de un sentimiento nacional común, de un sentimiento nacional helénico. Por el contrario, en aquellas ocasiones en las que las polis griegas hubieron de unir sus fuerzas, lo hicieron exclusivamente en base a una suma de intereses y sólo para hacer frente a una amenaza común, disipada la cual, la situación volvía a su estado previo y los intereses volvían a ser, una vez más, los exclusivos de la polis.

No obstante, si lo anterior es manifiesto e históricamente incuestionable, es preciso, al mismo tiempo, evitar caer en un análisis simplista que todo lo justifique en base a esta evidente desestructuración del mundo griego. En efecto, si lo anterior resulta cierto y contrastado por las actuaciones individuales de las polis, resultaría un grave error, en el que caen algunos autores, el dejar de considerar otros aspectos que hablan a favor de la existencia de un sentimiento de conjunto en el helenismo, que subyace en la diversidad, pero que en cierta medida aglutina a los griegos pese a la posible ausencia de un sentimiento nacional común. En efecto, pese a la invertebración evidente, existían condicionantes poderosos capaces de sublimar esta dispersión, de tal manera que la invertebración evidenciada en tantas ocasiones a lo largo de la Historia parece suponer más una proyección pragmática de la diversidad que la certificación de la misma. Por otra parte, estos condicionantes a los que aludimos no resultan en absoluto baladíes: Un espacio físico común y definido geográficamente, una lengua común, una tradición común, un panteón común y unas estirpes reales y heroicas con elementos troncales en muchas ocasiones asimismo comunes. Por todo ello, si bien es cierto que de manera formal no existía en el helenismo un sentimiento nacional común, pensar que condicionantes comunes de tanta entidad como los enunciados no sirvieran para aglutinar en cierta medida al mundo helénico resulta incomprensible.

En definitiva, en virtud de lo anterior, podemos deducir que la invertebración del mundo griego resulta más un aspecto formal, exclusivamente secundario a las circunstancias políticas, que una desunión de base cultural, religiosa o de otra índole que justificara en alguna medida el aislamiento entre las respectivas polis. Pese a la evidente fragmentación, hubo de existir un sentimiento supranacional, a veces identificado con el término “panhelenismo”, que históricamente se plasma en los hechos concretos más que en las meras especulaciones de los estudiosos. En efecto, existían en Grecia ciudades neutrales que eran consideradas patrimonio común de todos los griegos y que, a excepción de ocasiones puntuales, mantenían un status ajeno a las múltiples disputas que se dirimían entre las distintas polis. La existencia de estas ciudades, con unos status diferenciales y definidos en el mundo griego, resulta una muestra fehaciente de la existencia del sentimiento panhelénico y de la existencia, por tanto, de un sentimiento supranacional que subyacía bajo la invertebración formal. Estas ciudades a las que nos referimos son:

· La isla de Delos: En donde la Mitología sitúa el nacimiento de Apolo.

· Olimpia: Donde se encontraba el mayor templo de Zeus y donde se celebraban los juegos deportivos panhelénicos de mayor prestigio.

· Delfos: Donde se situaba el mayor templo de Apolo y el oráculo más prestigioso de toda la Hélade.

En el presente trabajo no nos referiremos a Delos ni a Olimpia, sino que nos ocuparemos exclusivamente de Delfos, lugar de origen de nuestra “columna de las serpientes” que encontramos en el antiguo hipódromo de Estambul.

[1] Lo cual prueba una vez más, y ya desde entonces, la superioridad mental de los alumnos de ciencias sobre los de letras. Y la cosa no lleva visos de variar :)
[2] La Filosofía no gozaba por aquel entonces de simpatía alguna, por lo que Platón solía reunir a sus alumnos con el pretexto de rendir culto a alguna divinidad.

ORIGEN DEL SANTUARIO DE APOLO EN DELFOS

La ciudad de Delfos, perteneciente a la antigua región de la Fócide, se encuentra encaramada en la ladera del Monte Parnaso, en donde los griegos situaban una de las moradas de las Musas, diosas menores inspiradoras de las artes. A las faldas del Parnaso, a unos 700 metros por debajo de Delfos, se extiende una gran llanura por donde discurren los ríos Cefiso y Plisto, los cuales van a desembocar en el golfo de Itea, en donde si situaba el puerto de Delfos, Crisa.

El origen del santuario de Apolo es enteramente mitológico. En el principio de los tiempos, Zeus, dios supremo del panteón griego, queriendo encontrar el centro de la Tierra, ordenó a dos águilas que, partiendo a la vez de los extremos del mundo [1], volaran a su encuentro, de tal manera que, así, en el lugar en el que se produjera este, estaría situado el centro de la Tierra buscado. El encuentro de las águilas tuvo lugar en Delfos, sobre una piedra a la que los griegos denominaron Omphalos (“Ombligo”)[2] y que la mitología hacía coincidir con la piedra que envuelta en pañales diera Rea a su esposo Cronos a fin de que éste la devorara creyendo que era Zeus ( 4 ).

[1] Los antiguos griegos creían que la tierra era como un disco.
[2] La denominación “omphalos” (ombligo) obedece a que la citada piedra señalaba el centro de la Tierra del mismo modo a como el ombligo señala el centro de nuestro cuerpo. Los médicos actuales utilizan la raíz “onfa” para referirse a las distintas patologías que afectan al ombligo (onfalitis, onfalocele, etc.).
El recinto sagrado de Apolo, encaramado en la ladera del monte Parnaso.
En la zona inferior de la imágen se aprecia el templo de Apolo;
a la derecha de la misma, el estadio pítico.
Otra imágen del recinto sagrado de Apolo en Delfos.
Arriba a la izquierda, el teatro; en el medio, el templo de Apolo;
abajo a la izquierda, el tesoro de los atenienses
Omphalos
(foto del autor)

Tras el hallazgo del centro de la Tierra, Zeus encargó a su hijo Apolo la construcción de un templo conmemorativo en el lugar, pero éste encontró que el lugar elegido para su construcción servía de morada a Pitón, serpiente monstruosa hija de Gea (“La Tierra”), que ejercía en el lugar funciones proféticas bajo la observación del vuelo de las aves. De hecho, para los antiguos griegos, Gea, "La Gran Madre Tierra", era la fuente de la que manaba todo el poder profético y, así, no en vano, los sacerdotes de Zeus en Dodoma (otro de los santuarios oraculares a los que nos referiremos escuetamente con posterioridad) dormían en el suelo y no se lavaban los pies con el fin de estar en permanente contacto con la tierra, y no en vano, también, el célebre adivino Melampo llevaba ese nombre, que significa “pies negros”.

Retomando el relato, Apolo, ante la oposición que encontró en Pitón para la construcción del templo, entabló lucha con ella, la mató a flechazos y posteriormente la desolló, construyendo con su piel el trípode en el que se sentarían las sacerdotisas de su templo para emitir los oráculos [1].


[1] Este recuerdo a Pitón es el motivo por el que la famosa columna encontrada en Estambul tiene la forma de tres cuerpos de serpiente entrelazados.
Caldero de bronce sobre trípode

Con la muerte de Pitón, Apolo construyó su templo y, bien en conmemoración de su hazaña, bien como homenaje fúnebre a la serpiente, denominó “pitias” [1] a las sacerdotisas que emitirán los oráculos en su nombre e instauró la celebración de unos juegos deportivos de carácter panhelénico que se conocerán como “Juegos Píticos”. Tras ello, tan sólo le faltaba a Apolo dotar a su santuario de sacerdotes que asistieran a la pitia en su labor oracular y, así, un día en el que había subido a la cima del Parnaso, habiendo divisado un barco cretense navegando por la bahía de Itea, se metamorfoseó en delfín [2], condujo el barco hasta Crisa y, una vez allí, recobrando la condición humana, reveló a los marineros su naturaleza y les anunció que jamás volverían a su país sino que se convertirían en los sacerdotes de su nuevo santuario, el cual, por haberlos conducido hasta allí bajo la figura de un delfín, será conocido como el templo de Apolo Delphinios, mientras que la ciudad, hasta entonces conocida con el nombre de Pito [3], pasará a denominarse Delfos.

Tanto el epíteto “Delphinios”, aplicado a Apolo, como el mismo nombre de Delfos, como la nacionalidad cretense de los marineros que el dios recluta como sacerdotes de su templo, parecen apuntar al culto primitivo a un dios-delfín protector de la navegación en el Egeo y especialmente en Creta. Aún más, para abundar en el más que probable origen cretense del culto a Apolo Delphinios, resulta cuando menos ilustrativo el hecho de que las figuras de delfines resulten un motivo ornamental muy habitual en las construcciones cretenses, especialmente en el palacio de Minos en Cnossos.

De esta forma, ya tenemos definidos los dos grandes elementos que dotaban a Delfos de su carácter panhelénico: El oráculo de Apolo y los Juegos Píticos. Pasemos, a continuación, a describir sus respectivos desarrollos.

[1] En los demás santuarios oraculares, el nombre de “pitias”, exclusivo de Delfos en función del recuerdo de Pitón, era sustituido por el de “sibilas”.
[2] Las metamorfosis, en gran medida incomprensibles para nosotros, son extraordinariamente frecuentes en la mitología.
[3] De hecho, en la literatura y en la mitografía, el nombre de Pito sustituye habitualmente al de Delfos.
Megaron de la reina en el palacio de Minos en Cnossos (Creta)
conteniendo un fresco con delfines
(foto del autor)

LOS JUEGOS DEPORTIVOS EN LA ANTIGUA GRECIA

Una de las peculiaridades más íntimas de los antiguos griegos era su espíritu agonístico. La voz griega “agón” [1] se aplica a toda lucha o competición que enfrenta a dos adversarios, bien en forma de debate en las asambleas públicas, bien en forma de desafíos de fuerza o de destreza entre camaradas o bien en forma de rivalidad dirimida en el campo de batalla, pero sobre todo, en forma de concursos de todo tipo que acompañaban a las grandes fiestas nacionales o religiosas. Aquella “areté” a la que aludíamos al principio era para un griego tanto la virtud como el éxito, de tal manera que para él, el espíritu agonístico, el espíritu competitivo, formaba parte consustancial de su naturaleza. A Aquiles, el gran héroe de la Ilíada homérica, se asocia la máxima “descollar siempre y sobresalir sobre los demás”, como muestra fehaciente de ese afán competitivo tan arraigado entre los antiguos griegos, pero, ¿sólo en los antiguos griegos?, ¿qué decir de los actuales?, ¿no sería posible explicar en virtud de este espíritu agonístico la enorme pasión con que los espectadores griegos actuales acuden a los eventos deportivos y que, en cierta medida, los caracteriza? Personalmente creo que sí. No creo que esa, en ocasiones irracional pasión desatada, sea atribuible a un grado inferior en el desarrollo cultural de la sociedad griega actual, sino a una impronta histórica que permanece, a un espíritu agonístico al parecer inmarcesible. En este mismo sentido, recuerdo de mis visitas a Atenas, a aquellos grupos de atenienses, reunidos en círculos, discutiendo apasionadamente sobre aspectos de los más variados en cualquier rincón de las plazas de Omonia o Sintagma, escenificando los rescoldos del agonismo, un agonismo esta vez mostrado, no ya en el deporte, sino en la dialéctica.

En virtud de este agonismo, tenían lugar en la antigua Grecia un gran número de competiciones deportivas, de tal forma que resultaba excepcional la ciudad que no las celebraba. Sin embargo, no todas ellas gozaban de la misma popularidad ni del mismo prestigio sino que, en función de su transcendencia en la sociedad griega, los juegos podían dividirse en:

· Juegos panhelénicos: En los que podían participar todos los griegos libres. Pertenecían a esta categoría los Juegos Olímpicos, los Juegos Píticos, los Juegos Ístmicos y los Juegos Nemeos.

· Juegos federales: En los que competían los ciudadanos que formaban parte de una confederación de ciudades y entre los que destacaban los juegos de Delos, dedicados asimismo a Apolo, y los juegos de Éfeso, consagrados a su hermana gemela Ártemis.

· Juegos locales: En los que los participantes eran los habitantes de la ciudad organizadora. Entre ellos, las Panateneas de Atenas, las Heraias de Argos o las Carneias de Esparta.

De entre todos los juegos deportivos que se desarrollaron en Grecia, los más prestigiosos eran los Juegos Olímpicos, inaugurados en el 776 a.C. en honor del héroe por antonomasia de la mitología griega: Heracles. Su celebración, de carácter cuatrienal, se prolongó hasta el 393 d.C., año en el que el emperador Teodosio prohibió todas las fiestas paganas. A ellos seguían en importancia los Juegos Píticos, celebrados en Delfos en recuerdo de la muerte de Pitón bajo las flechas de Apolo. Las Pitiadas, también celebradas de forma cuatrienal, se iniciaron en el 582 a.C. y se interrumpieron asimismo con motivo del edicto de Teodosio. Los Juegos Ístmicos estaban vinculados al culto de Posidón y se celebraban en el Istmo de Corinto con carácter bienal desde el año 582 a.C. Por último, los Juegos Nemeos se iniciaron en el 573 a.C. en recuerdo de la victoria mítica obtenida por Heracles sobre el león de Nemea, protagonista de uno de los doce trabajos del héroe.

La celebración de los grandes juegos deportivos impregnaba totalmente la vida de las ciudades griegas constituyendo, ante todo, una parte fundamental de sus fiestas religiosas y no tan sólo una mera manifestación atlética. En efecto, los juegos constituían una forma más de honrar a los dioses pues a éstos habían de agradarles tanto las manifestaciones del espíritu como las manifestaciones de la belleza y de la fuerza. De esta manera, los juegos públicos constituyen un elemento más del culto y, como tal elemento, estaban abiertos a todos los fieles.

Esta trascendencia de los juegos deportivos en la sociedad griega era tal que durante ellos la vida pública quedaba paralizada, suspendiéndose toda actividad oficial y ello, hasta tal punto, que, por ejemplo, en Esparta, no se iniciaba una campaña militar hasta que no hubieran terminado las Carneias. Aún más, antes del comienzo de los juegos panhelénicos se decretaba una “tregua sagrada” que duraba tres meses y durante la cual todo acto bélico entre ciudades quedaba prohibido, lo cual tenía por objetivo el que tanto atletas como las delegaciones enviadas a los juegos por las distintas ciudades participantes pudieran acudir y regresar de los mismos sin contratiempos. El inicio de la tregua sagrada, así como la fecha de inicio de los juegos, era dado a conocer a todas las ciudades del mundo griego por medio de heraldos especiales denominados “spondophoroi”, esto es, “portadores de la tregua”, que partían de la ciudad organizadora en todas las direcciones. Concretamente, en Delfos, los spondophoroi partían de la ciudad durante el mes de bicios (entre febrero y marzo actuales), mientras que los Juegos Píticos no se celebraban hasta el mes de bucatios (agosto-septiembre).

Dada la enorme trascendencia que los juegos deportivos tenían en la antigua sociedad griega, lógicamente, el mejor estandarte que podía lucir una ciudad era el papel que en ellos desempeñaban sus atletas o aquellos que sufragaban los gastos que ocasionaban las pruebas más costosas como las de carros o de caballos. La victoria en los juegos no constituía solamente una gloria personal para el atleta vencedor sino que era considerada como una victoria colectiva extensible a toda la ciudad en cuyo nombre había participado. Por su parte, los participantes en las distintas pruebas solían pertenecer a las clases más poderosas, que eran en realidad las que podían correr con los costosos gastos del entrenamiento, el mantenimiento de las cuadras y de los carros, etc. Prueba de ello son los destinatarios de las odas laudatorias recogidas en los Epinicios de Píndaro: Con frecuencia poderosos señores de las cortes de Sicilia y de la Magna Grecia o jóvenes pertenecientes a las familias más acaudaladas de las distintas ciudades griegas, los cuales consideraban social y políticamente rentable la inversión que suponía participar y triunfar en los grandes juegos, bien como participantes activos, bien sufragando los gastos que ellos comportaban.

Las recompensas con que se premiaban a los vencedores en los juegos eran de lo más variado: Dinero, objetos fabricados con materiales preciosos, animales, aceite, etc. Sin embargo, en los juegos más prestigiosos, los premios materiales eran muy sencillos, generalmente coronas: De olivo en Olimpia, de laurel en Delfos, de apio fresco en Nemea y de apio seco en el Istmo, cada una de ellas elegida en estrecha relación con los respectivos cultos a los que estaban consagrados los respectivos juegos. Así, la razón por la cual la corona de los Juegos Píticos era de laurel, se basa en el pasaje mitológico de la metamorfosis de Dafne narrada por Ovidio en “La Metamorfosis” y por Higinio en sus “Fábulas”: Habiéndose burlado Apolo de Eros por llevar arco y flechas siendo todavía un niño, Eros se vengó de él disparándole una flecha que le hizo enamorarse de Dafne, hija del río Peneo de Tesalia, mientras que a ésta le dispara otra que le hace odiar el amor. Apolo persiguió a Dafne y, cuando iba a darle alcance, ésta se transformó en laurel, tras lo que Apolo se consueló haciendo que en lo sucesivo el laurel sea su árbol y que sean de laurel las coronas de los vencedores en los Juegos Píticos. Sin embargo, existen otras interpretaciones que justifican que fueran de laurel las coronas con que se premiaba a los vencedores en Delfos.

Aunque no ya dentro de los grandes juegos panhelénicos, en los juegos de Apolo celebrados en la isla de Delos el premio consistía en una palma, de donde deriva nuestro concepto de “palmarés”. Así, decimos que una persona presenta un buen palmarés cuando se ha hecho acreedora de un cierto prestigio o fama en función de los éxitos obtenidos a los largo de su actividad, de la misma forma que un atleta se hacía acreedor de la fama o el prestigio en función de las palmas obtenidas a lo largo de su vida deportiva.

Sin embargo, más que los premios, lo verdaderamente importante era el prestigio social que conllevaba la victoria en cualquiera de los grandes juegos, especialmente el título de “periodonike” (“vencedor de un período”), esto es, el haber obtenido la victoria en los cuatro grandes juegos panhelénicos dentro de un solo período olímpico establecido entre dos Olimpiadas consecutivas.

El atleta más famoso de la antigüedad fue Milón de Crotona, en la Magna Grecia, seis veces vencedor en los Juegos Olímpicos y Píticos, diez en los Ístmicos y nueve en los Nemeos, estando en activo, pues, como mínimo, veintiséis años. En su ciudad lo tuvieron en tal estima que capitaneó las tropas que vencieron a la vecina Síbaris [2] tocado con una corona de laurel, ataviado con una piel de león y armado con una maza, a semejanza de un segundo Heracles. De Milón se decía que comía cada día diez kilos de carne, la misma cantidad de pan y que bebía dieciocho jarras de vino. Leamos acerca de él este epigrama:

"Una vez Milón se ofreció como único participante para el combate de lucha de la competición sagrada; acto seguido el árbitro le llamó para que fuese a recibir la corona. Se adelantó y resbaló, cayendo de espaldas. “No le des la corona”, gritó la gente, “que se cae solo”. Pero Milón se levantó de un brinco y dijo en medio del tumulto: “Pero no tres veces [3] sino una sola me he caído. Venga otro que se presente a tumbarme dos veces más”


[1] Nuestra palabra “agonía”, derivada de ella, habla de la lucha o competición entablada con la muerte.
[2] Origen de nuestro vocablo “sibarita”.
[3] La competición de lucha era ganada por aquel que lograba poner tres veces de espalda contra el suelo a su adversario.
El Diadúmeno (Policleto)
muestra a un atleta ciñéndose las sienes
con una cinta de lana, símbolo provisional de la victoria
La Estela del Autocoronado
muestra a un atleta vencedor colocando
en su cabeza la corona del triunfo

LOS JUEGOS PÍTICOS

Los Juegos Píticos se celebraban cada cuatro años durante el mes de bucatios (agosto-septiembre) y los vencedores recibían como recompensa una corona de laurel y como privilegio el derecho a colocar su estatua en el interior del recinto sagrado de Delfos. Sin embargo, esto no fue siempre así. Originalmente, los Juegos Píticos no contaban con competiciones deportivas sino que tan sólo se limitaban a la interpretación de himnos destinados a celebrar las hazañas del dios. Tampoco su periodicidad era cuatrienal sino que las celebraciones tenían lugar cada ocho años, en recuerdo de ese período de tiempo que Apolo pasó purificándose en el Valle del Tempe.

Cuando un griego no era ritualmente puro, sobre todo con motivo de haber provocado una muerte (como en este caso, en que Apolo había dado muerte a Pitón), era expulsado de los santuarios, del ágora y de los lugares en los que se desarrollaban las asambleas, puesto que su impureza contaminaba a los demás. Para resarcirse de ello, debía iniciar un proceso de purificación que condujera a la pronta expiación de sus faltas pues, de lo contrario, la cólera divina se abatiría sobre la ciudad manifestándose en forma de sequía, esterilidad, nacimientos monstruosos, epidemias y otras calamidades. Para conjurar tamaños desastres, las ciudades afectadas enviaban una delegación a Delfos pidiendo a Apolo que prescribiera las medidas purificadoras capaces de restablecer la armonía entre la comunidad y los dioses. De esta manera, Apolo les proporcionaba el diagnóstico y los remedios para conjurarlo, generalmente consistentes en el exilio del impuro y el sometimiento del mismo a la realización de una servidumbre temporal (“latreia”), habitualmente a las órdenes del gobernante de la ciudad que le había ofrecido hospitalidad. Aquellos que, como Apolo, iban a purificarse al valle del Tempe, volvían coronados y portando una rama de laurel, lo cual es interpretado por algunos mitógrafos como la razón de que las coronas con que se premiaba a los vencedores de los Juegos Píticos fueran hechas con hojas de este árbol.
El concurso musical que en épocas arcaicas constituía la única manifestación agonística de los juegos de Delfos era acompañado por una especie de drama sagrado denominado “stepterion”, del que nos cuenta Plutarco [1] consistía en una representación mímica del combate librado por Apolo contra Pitón. Posteriormente, el programa se amplió hasta incluir, además del agón musical, competiciones atléticas e hípicas de todo tipo, y se estableció la periodicidad cuatrienal del mismo modo a como estaba ya establecida en Olimpia [2].

En síntesis, la programación de los Juegos Píticos era la siguiente:

PRIMER DÍA
Tenía lugar la celebración del “stepterion”.

SEGUNDO DÍA
Se celebraba una solemne procesión en la que participaban los sacerdotes del templo, los delegados de las ciudades participantes y los atletas. Esta procesión, auténtica feria de las vanidades debido a la pompa y el boato con el que rivalizaban las delegaciones, comenzaba en la plaza de Hera situada frente al Tesoro de los Atenienses [3] y, discurriendo por la Vía Sacra, concluía ante el Altar de Quíos [4], en donde tenía lugar el sacrificio ritual de cien toros conocido como “hecatombe” ( hekaton = cien, tomboi = toros ), cuyo recuerdo permanece en la actualidad en nuestra lengua cuando aludimos con esta denominación a un suceso que provoca una gran destrucción o una gran mortandad, rememorando así los hekatontomboi o cien toros sacrificados en el altar de Quíos durante el segundo día de celebración de los Juegos Píticos.

[1] Plutarco llegó a ser sacerdote del templo de Delfos.
[2] Los otros dos juegos panhelénicos, Ístmicos y Nemeos, tenían una periodicidad bienal.
[3] Los “tesoros” eran construcciones a modo de templetes que, situados en el interior del recinto sagrado, albergaban las sucesivas donaciones que las distintas ciudades iban haciendo al santuario de Apolo.
[4] Quíos era una de las más grandes y ricas islas del Egeo.
Altar de Quíos

TERCER DÍA

Tenía lugar un banquete ritual en el que los atletas participantes en los juegos comían la carne de los toros sacrificados es día anterior, lo cual tenía por objeto asimilar la enorme fuerza de estos animales.

CUARTO DÍA

Competiciones de lira y flauta y representaciones de comedias y tragedias. No en vano Apolo era, entre otras muchas atribuciones, dios de la música.

QUINTO DÍA
Era el día más denso en competiciones deportivas. Durante ese quinto día se celebraban:

· Carreras: Las carreras se celebraban en el Estadio Pítico, situado Parnaso arriba, a unos setenta metros por encima del nivel en el que se encuentra el recinto sagrado. El primer viajero que visitó las ruinas de Delfos fue un conocido comerciante y humanista italiano, Ciriaco de Pizzicolli, que ascendió a aquel estrecho valle en 1456, antes de que los turcos conquistaran Grecia. La visita fue rápida pero le bastó para copiar algunas inscripciones y para admirar el gran Estadio ( que él confundió con el hipódromo ), del que dice se hallaba “in sublimi civitatis arce, altissimus sub rupibus” ( “en la parte más alta de la ciudad, bajo altísimos peñascos ). Este estadio, durante la época de esplendor de Delfos, no contaba con el graderío que podemos admirar en la actualidad [1] sino que su papel era desempeñado por la pendiente natural del Parnaso.

La salida de las carreras se efectuaba dejando caer una cuerda tensada que previamente se había dispuesto delante de los atletas. En el caso de que alguno de ellos hiciera una salida falsa, el “mastigóforo” (“portalátigo”) que acompañaba siempre al juez de carrera, reprimía su ímpetu a latigazo limpio. Así lo afirma Herodoto: “¡Oh, Temístocles, en los Juegos, los que se adelantan son azotados!”. Por otra parte, con el fin de lanzarse a la pista con el mayor impulso posible, el atleta apoyaba sus pies e introducía sus dedos en unas ranuras talladas en las losas de mármol blanco que formaban la línea de salida. En el caso de participar un mayor número de atletas que puestos de salía había en el Estadio, se programaban series eliminatorias cada una de las cuales era conocida como “taxi”. Por ello, quizás hoy en día denominemos “taxi” a un grupo de, en este caso, vehículos, que, de la misma forma que los atletas, se disponen alineados en unos puestos de salida esperando una orden de partida para iniciar su recorrido, recorrido que, abundando en la curiosidad, se denomina, también, “carrera”.

El concurso de carreras comprendía varias modalidades:

- El Estadio: Consistía en recorrer de una sola vez la longitud del estadio el estadio pítico medía 178 metros) de un extremo a otro y en un solo sentido, ya que en la antigua Grecia, en las carreras, no se recorría el estadio por su contorno, como en la actualidad, sino a través de él. Esta carreta del “estadio” fue la competición originaria de los Juegos Olímpicos y la prueba reina durante mucho tiempo. De hecho, en algunos juegos, como en las Hermaias de Salamina, era la única prueba.

- El Diaulo: En él se recorría la longitud del estadio y, tras dar la vuelta a un pilar, se volvía al punto de partida. Según Dionisio de Halicarnaso, en el “diaulo” de la Olimpiada XV ( 720 a.C. ) se presentó por primera vez un atleta completamente desnudo, el espartano Acantos, que resultó vencedor. A partir de entonces, la desnudez de los atletas se hizo habitual.

- El Dolico: Correspondía a la carrera de fondo, durante la cual se daban varias vueltas en torno al pilar antes de llegar a la meta.

- La Hoplitodromía: Modalidad de carrera efectuada portando aperos de guerra como casco, escudo, etc. No en vano los hoplitas eran las fuerzas de elite de las falanges griegas.

Durante las pruebas, los atletas, a fin de disminuir la transpiración y protegerse del frío o del calor, untaban su cuerpo en aceite y posteriormente se espolvoreaban con arena. Una vez concluida la prueba se quitaban esa mezcla de aceite y arena mediante un instrumento falciforme denominado “estrígile”.

Se contaban casos de corredores dotados de una resistencia prodigiosa: Filípides, en el 490 a.C., llegó corriendo desde Atenas a Esparta (unos 200 km) en dos días con el fin de pedir ayuda contra los persas. Pocos días después, los griegos derrotaban al invasor en Maratón. Tras la victoria, un soldado corrió a dar la buena nueva a Atenas y, cumplida su misión, se desplomó muerto por el esfuerzo. En memoria de esta proeza, en 1896 se incluyó por primera vez en los Juegos Olímpicos modernos una carrera de 42,2 km, distancia existente entre Maratón y Atenas, que ganó el cartero griego Spiridon Lonis, invirtiendo en el recorrido 2h. 52 m.

[1] Este graderío fue construido en el siglo II d.C. por Herodes Ático, sofista, benefactor y uno de los hombres más ricos de la época. Amigo personal de Adriano y Antonio, fue profesor de Marco Aurelio. A él también se debe el maravilloso Odeón situado a los pies de la Acrópolis de Atenas.
El Estadio Pítico en Delfos
(foto del autor)

Estrígiles

El Apoxiomenos de Lisipo
muestra a un atleta utilizando la estrígile

· Pentathlon: Consistía en un conjunto de cinco pruebas que incluía la carrera de velocidad (“estadio”), la lucha, el salto de longitud, el lanzamiento de disco y el lanzamiento de jabalina, todo ello destinado a la coronación del atleta más completo. El origen del pentathlon lo sitúa Filostrato en los legendarios tiempos del viaje de Jasón y los Argonautas. Dice Filostrato:

“Antes del tiempo de Jasón, había coronas separadas para el salto, el disco y la jabalina. En tiempos del viaje del Argo [1], Telamón fue el mejor en el lanzamiento de disco, Linceo con la jabalina, los hijos de Bóreas fueron los mejores en la carrera y el salto, y Peleo fue segundo en todas las competiciones pero superior a todos en la lucha[2]. En consecuencia, considerando Jasón que Peleo era por tanto el mejor de todos los atletas, en los próximos juegos, que se celebraron en la isla de Lemnos, combinó los cinco ejercicios a fin de asegurar a Peleo la victoria”.

Como vemos, la modalidad de salto de longitud no constituía una prueba individual sino que estaba incluida en el pentatlón. Sin embargo, esta no es la única diferencia con respecto al salto de longitud que se practica en la actualidad. Los antiguos griegos utilizaban en él unos dispositivos semejantes a unas pesas dotadas de asa, “halterios”, que jugaban el papel de propulsores del atleta. De esta forma, el saltador, con un halterio en cada mano, comenzaba la carrera y, en el momento de iniciar el salto, imprimía a sus brazos un violento movimiento de balanceo que impulsaba los halterios y a sí mismo. Una vez iniciado el vuelo, el atleta abandonaba los aperos.

A pesar de que los griegos no consignaban los registros (no se contemplaban los records), existen dos excepciones que nos ofrecen sendas plusmarcas en el salto de longitud. Eusebio, en su lista de vencedores olímpicos, dice que Chionis de Laconia, en la Olimpiada XXIX, saltó 52 pies, mientras que una columna consigna que Faillos de Crotona saltó 55 pies. Ambas marcas, superiores a los 16 metros, se prestan a varias interpretaciones: o se tratan de errores de trascripción, o son meras exageraciones, o el salto de longitud de los antiguos griegos era un salto múltiple, posiblemente un triple o un quíntuple salto.

[1] El Argo era la nave que daba nombre de “Argonautas” a sus tripulantes, los cuales partieron, con Jasón al frente, en busca del vellocino de oro.
[2] De este Peleo deriva nuestra palabra “pelea”, esto es, disputa, lucha, como homenaje a este argonauta superior a todos sus adversarios en la competición de lucha.
Halterios

Kilyx mostrando a un saltador de longitud
utilizando los halterios

viernes, 2 de febrero de 2007

· Pugilato: El término “pugilato” es latino, derivado de “pugillus”, diminutivo a su vez de “pugnus” (“puño”). En la antigua Grecia, el pugilato era denominado “pigmachie”, derivado de “pigmé” (“puño”), y era similar a nuestro actual boxeo aunque, a diferencia de éste, no había ring ni asaltos, terminando el combate cuando uno de los dos púgiles abandonaba. Tampoco había categorías por pesos, de tal manera que habitualmente vencía el púgil que tenía mayor estatura y peso y, aunque los combates no estaban limitados por el tiempo, cuando éstos, debido a la igualdad de fuerzas entre los contendientes, amenazaba con prolongarse indefinidamente, la victoria se establecía mediante la puesta en marcha del “clímax, una especie de muerte súbita según la cual, de manera alternativa, cada púgil daba un golpe a su adversario mientras este permanecía inmóvil. De esta manera se iban sucediendo los golpes hasta que uno de los contendientes era vencido o abandonaba. De manera similar, y en recuerdo de ello, decimos que una situación alcanza su clímax cuando se acerca su desenlace, cuando está cercano el momento decisivo.

En los primeros tiempos, los púgiles luchaban con los puños desnudos, pero más adelante utilizaron correas (“himantes”) que enrollaban alrededor de los antebrazos y las manos, dejando libres los extremos de los dedos a fin de poder cerrar el puño. Posteriormente, sobre los nudillos era colocado un anillo cilíndrico de cuero (“strophion”) o de metal (el romano “caestum”) que multiplicaba el efecto demoledor de los golpes.

Aunque la competición de pugilato no estaba exenta de brutalidad, los púgiles más apreciados eran los que recurrían más a la técnica que a la fuerza bruta. De hecho, en Olimpia se concedía un premio especial al púgil que, aunque hubiera sido vencido, había practicado la técnica más depurada. No obstante, fuere como fuere, los púgiles recibían tremendas palizas que les ocasionaban toda clase de secuelas físicas. Lucilio describe así a un púgil maltrecho: “Cuando después de veinte años llegó, por fin, Ulises a su patria, el perro reconoció la figura de su amo; a ti, Estratofón, apenas cuatro años después de dedicarte al pugilato, ya nadie en el pueblo te reconoce y hasta los perros te ven como un extraño”.
Púgil

· Pancracio: Mezcla de pugilato y lucha, el pancracio era la prueba atlética más brutal, en la que cualquier arte era válida para derrotar al adversario: llaves, patadas, puñetazos, torsión de miembros, estrangulamiento, etc., todo era permitido con este fin, de manera que tan sólo en algunos juegos se prohibía morder y hundir los dedos en los orificios nasales y en los ojos.

Esta brutal lucha, cuya invención atribuían los griegos a Teseo con motivo de su pugna con el Minotauro, o a Heracles con ocasión de su combate con el león de Nemea, sólo distinguía a los hombres más rudos e incultos de Grecia. De hecho, los más afamados pancraciastas solían proceder de regiones muy atrasadas como Arcadia o Tesalia, en las que el duro régimen de vida les había impedido el normal desarrollo cultural. Por su parte, los espartanos no practicaban el pancracio por expresa prohibición de las leyes promulgadas por Licurgo.

Se decía que “los más aptos para el pancracio son aquellos atletas que muestran más disposición para la lucha que los pugilistas y más disposición para el pugilato que los luchadores” pero, a pesar de que gozaba de una gran popularidad, el pancracio nunca llegó a tener el arraigo y la tradición del pugilato y de la lucha, sino que su auge discurre paralelo a la decadencia del olimpismo.
Pancracio

SEXTO DÍA:

Durante el sexto día se celebraban las carreras de carros en el hipódromo (hippes = caballo, dromos = correr), el cual, debido a la escarpada orografía de Delfos, estaba situado en el valle a los pies del Parnaso. Precisamente, la pieza de arte más emblemática de Delfos representa al conductor de uno de esos carros: El Auriga, descubierto por los arqueólogos el 28 de abril de 1896. Esta estatua de bronce, de 1.80 metros de altura, formaba parte de un conjunto escultórico en el que el auriga se encontraba de pie sobre un carro tirado por cuatro caballos. El donante de la obra al santuario de Delfos fue Polízalos de Siracusa en honor de la victoria que diez años antes había obtenido en los Juegos Píticos su hermano, el tirano Gelón, el gobernante griego más importante de la época, quien había resultado vencedor en la disciplina en el año 488 a.C. La escultura fue realizada por Sotades de Tespis.

Respecto al Auriga, una duda subsiste aún en la actualidad: ¿es posible que este auriga de facciones suaves y rostro juvenil represente realmente al temido Gelón?, o, por el contrario, ¿existía otra figura en este grupo escultórico que representara al tirano, siendo esta tan sólo la de su auriga que lo pasea tras la victoria? No lo sabemos a ciencia cierta, lo que si sabemos es que se trata de una de las obras culminantes del arte griego y universal pues, pese a su aspecto ciertamente hierático, la figura presenta un enorme realismo que resulta necesario destacar. Fijémonos, para ello, por ejemplo, en la actitud prensil de los dedos de sus pies, flexionados como queriendo asirse fuertemente al suelo de un carro supuestamente en movimiento. Este detalle, a menudo obviado en las descripciones que de la obra se hacen en los libros de arte, no resulta en absoluto baladí, sino antes bien, habla muy a favor de ese enorme realismo que a la pieza atribuimos, pues no debe olvidarse que la parte inferior de la figura del auriga aparecía ante el espectador oculta tras la balaustrada del carro, por lo que el cuidado detalle de los dedos flexionados avala la perfección que había alcanzado la escultura griega de la época.

Un detalle de la obra que suele causar extrañeza en el observador es la altura a la que el autor situó la cintura del auriga, pero esto, lejos de constituir un defecto, no se trata más que de un ardid empleado a fin de estilizar, con el objeto de “agrandar”, una figura en gran parte oculta tras el carro. Ese talle alto, junto con los pliegues rectilíneos, contribuyen a lograr el efecto buscado por el genial escultor. En definitiva, una auténtica obra maestra.